Miércoles 24.04.2024
Actualizado hace 10min.

Murió Enrique Pinti, el último de los capocómicos

La noticia fue confirmada hoy. Estaba internado en el sanatorio Otamendi por una descompensación

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Enrique Pinti murió hoy a las 3.40. El humorista de 82 años estaba internado en el sanatorio Otamendi y, en las últimas horas, desde su entorno dieron a conocer que volvió a tener complicaciones de salud, por lo que pidieron una cadena de oración. El empresario teatral Carlos Rottemberg confirmó la triste noticia a LA NACION. “Muchos lo lamentamos y estamos tristes”, dijo.

Su sonrisa no era sólo para la foto o la morisqueta. Era marca de libriano. Necesitaba saberse querido. Y era imposible no hacerlo. Sin dudas, Enrique Pinti fue y será uno de los artistas más queridos no sólo para el medio artístico sino para el gran público. Con su partida se va una marca, una forma única y personal de hacer espectáculos, una mirada cáustica y acusadora sobre la sociedad que contenía la erudición del lector compulsivo y del observador minucioso; pero también parte el tipo que no le negaba el saludo a nadie, que allí estaba para hablar hasta por los codos con quien sea, el hombre inmenso que necesitaba siempre un abrazo. Porque el cariño del púbico y de sus pares era su alimento. “¿Por qué no tengo redes sociales? Porque si alguien me dice ‘gordo de mierda’ me deprimo un día entero”, comentaba este gran libriano sensible. Hoy el país lo llora.

Afectado por la diabetes y, tal vez, la depresión, Enrique Pinti fue internado el sábado en el sanatorio Otamendi por una descompensación. La pandemia, la soledad, el aislamiento obligatorio, no poder salir a cenar, a ver espectáculos, es probable que influyeran en el ánimo del artista. Sin embargo, su voz no dejó de escucharse: hasta fines del año pasado, opinó sobre los 20 años del corralito y, entre otras intervenciones, dejó claro no creer demasiado en el talento de L-Gante. Durante 2020, realizó tres shows por streaming, Un año para olvidar, junto con Marcelo Polino, desde el living de su casa, donde hablaban de chimentos y actualidad, con su mirada feroz sobre la Argentina. “Yo quiero estar bien, lo mejor que pueda dentro de esto. Si el asunto es no salir, no tengo problema. La mayoría de la gente se deprime con el encierro, a mí no me importa. Yo me quedo acá, veo películas, tengo todo”, dijo en agosto de 2020, después de 150 días de no salir de su casa.

Fue uno de los precursores del café concert, capaz de sostener en escena larguísimos monólogos dichos a una velocidad sorprendente y absolutamente comprensibles al oído, dúctil para el music hall y las comedias musicales, creativo incansable, explorador de la realidad y un prócer en eso de sacarle la careta a la sociedad. En sus obras el espectador quedaba expuesto ante su propia responsabilidad e idiotez como ciudadano. Fue el único que tan solo por su nombre llenó durante nueve años el teatro Liceo con su famosa Salsa criolla, logrando que la esquina de Paraná y Rivadavia para muchos sea “la esquina de Pinti”.

Enrique no fue sólo un gran actor y humorista sino también un gran escritor. En 1969 comenzó a hacer guiones para programas televivivos como La Botica del Ángel, Casino La Luna de Canela, entre muchos otros. Su primera obra teatral como autor fue La tartamuda (1970), dirigida por Luis Fischer Quintana, a la que llamó desquicios musicales con ritmo de ametralladora”, en la que ya intentaba jugar de manera irónica y satírica con temas como la masculinidad y el psicoanálisis; y en 1974 hizo el libro y las letras del musical Polvo de estrellas, con dirección de David Stivel y con un importante papel en el elenco que integraban, entre muchos otros, Bárbara Mujica, Jorge Luz, Marilú Marini y Cecilia Rossetto. Su mordacidad y su mirada aguda de la realidad generó un interés inmediato tanto en la escena independiente como en la comercial. Fue convocado por Nélida Lobato para que escriba el libro y las letras (junto con Jorge Schussheim) de Así como nos ven (1975), un exitazo de la diva en El Nacional, junto con Víctor Laplace y un gran elenco; y en el off compartió autoría con Gerardo Sofovich en La historia del 7, obra que también protagonizó con Ana María Cores y Reina Reech y que ya daba cuenta de su pasión por el cine. Además de escribir obras para niños como Mi bello dragón, Crema rusa y Panchitos con mostaza, fue autor de sus propias obras teatrales y adaptador de comedias musicales de Broadway como Chicago (1977), Yo quiero a mi mujer (1979, 1987 y 1993), Los productores (2005), Hairspray (2008), El joven Frankenstein (2009) y Los locos Addams (2013).

“Yo quería ser actor pero el esquema del teatro independiente no permitía vivir. Y tuve el clic cuando me di cuenta que podía escribir. No me gustaba mucho, a mí me gusta actuar. Escribir es un laburo para mí. Pero tenía facilidad para hacerlo y posibilidades de escribir obras para chicos, monólogos humorísticos, no sólo para mí, si no para quien me los encargue”, contó en 2006.

A su vez, escribió novelas y libros cuyos textos audaces y cáusticos producto de su poder de observación de la realidad y sus conocimientos cultural podrían señalarse como “aguafuertes modernas”. Entre ellos: Palabra de Pinti, los argentinos de la A a la Z; Sostiene Pinti, cómo somos los argentinos; Del Cabildo al shopping, Pinti Delivery, Que no se vaya nadie sin devolver la guita, No sé por dónde empezar, Las cosas por su nombre Del 25 de Mayo al desmayo, la historia argentina, qué tormento.

Siempre tuvo un bagaje cultural impactante. Además de ser un lector compulsivo, estudió profesorado de castellano, literatura y latín, y durante mucho tiempo dio clases de Historia del teatro. Su gran maestra fue Alejandra Boero, de quien fue su asistente durante algunos años. En esa escuela, el Nuevo Teatro, se formó hasta los 30 años: “Le debo todo porque prácticamente ha sido mi formadora por antonomasia. Mi formación teatral ha sido a su lado y de Pedro Asquini. Realmente todo lo que se le puede deber a una personas en cuanto a enseñanzas técnicas, artísticas y éticas se las debo a ellos. Me enseñaron una manera de hacer teatro y de enfocar el arte. Le debo absolutamente toda mi carrera. Yo no pude ir a su velorio ni al entierro porque me superó. No hubiera podido estar entero ahí”, dijo. Su primera obra importante como actor fue Sempronio, el peluquero y los hombrecitos, de Agustín Cuzzani, dirigida por Boero y Asquini, protagonizada por Héctor Alterio y Rubens Correa. Allí hacía un personaje pequeño y era uno de los asistentes de dirección, junto a Conrado Ramonet. Pero no le permitía vivir de la profesión: “Tuve que empezar a luchar en la jungla del profesionalismo, no era tan fácil ubicarse y tuve que hacer algo”, decía. Además, hizo pequeños papeles en obras como Esperando al Zurdo, La chinche y Rockefeller en el Far West.

Pinti, tal vez el último de nuestros capocómicos, fue un tipo de una generosidad inmensa, no sólo con sus amigos si no también con sus compañeros de trabajo, a quienes siempre les ofrecía momentos de lucimiento y con quienes jamás demostraba un mal modo. Amaba Buenos Aires y sus lugares favoritos eran refugios, tal como el tradicional restaurante Edelweiss donde, a pesar de su ausencia durante todo el tiempo que duró la pandemia, le siguieron reservando su mesa cada noche; o aquella famosa confitería de la esquina de Santa Fe y Riobamba, donde en las trasnoches se lo solía ver a las carcajadas con su grupo de amigos y amigas.

fuente: LA NACIÓN